En el siglo XX la nouvelle cuisine y Paul Bocuse transfiguraron los frutos de sartén y las reducciones, sustentados en las teorías de un minimalismo que unía lo saludable a lo agradable. Y luego a los cocineros les dio por lucirse más allá de su condición de simples servidores del fuego y se volvieron filósofos y estetas.
Hoy presentan el plato (cuidado que está caliente), rociado con virutas de cilantro, adarmes de pimentón y pizcas de la casa, y ponen aureolas fundidas de guacamole y mayonesa en las presas del bicho sacrificado, de modo que convierten el ineludible acto de comer en un crimen escabroso. A veces uno cree que se va a comer la Monalisa o la misma noción de lo Bello de Santo Tomás bajo la apariencia de un pato entre sudor de naranjas, moños de cilantro y goterones de mostaza en el ancho misterio de una bandeja blanca, como la mente de Mallarmé cuando soñaba.
Antes, en Le Toit, en el último piso del desgraciado Hotel Hilton, uno se sentía comiendo con Víctor Hugo aunque lo hiciera con cualquier badulaque. No sé por qué no canonizaron a Stefan, el húngaro de La Tour, ni a su alce. O al faisán dorado del restaurante de la curia frente a la estatua de San Martín si tenía influencias en el obispado.
Pero después florecieron las escuelas de cocina de Segundo Cabezas, primer negro que se hizo famoso aquí sin ser boxeador, y siguiendo tendencias posmodernas sus discípulos se desbocaron a modificar las viejas preparaciones bajo los grandes cilindros almidonados con aires de laboratoristas.
En el Centro de Convenciones de Paipa comenzaron a ofrecer un cerdo a la uchuva que no probé. Ni probé el mero a la borojó. Aferrado al tradicional filet mignon y al clásico Chateaubriand. El afán de originalidad incluso volvió superfluas las vacas de comer entre tantas sutiles guayabas de ver. Un chef paisa ya tuvo la ocurrencia de servir morcilla entre cagarrutas de caviar. Doblemente iconoclasta.
Hace días, de paso por La Dorada, entré en uno de esos restaurantes de camino donde bajo unos ventiladores los tractomuleros se incorporan tubérculos y raíces y tembleques colágenos y los hacendados escarban sus dientes mirando nada, concentrados en las operaciones de su vientre.
Un muchacho me recomendó la nueva creación de "nuestro chef". Traía chorizo, maíz, fríjoles, plátano, carne desmechada. Yo imaginé una bandeja paisa enriquecida por un académico del Sena. Pero me equivocaba. Lo que trajo es indescriptible. Fui incapaz de comerme "eso", aunque estaba presentado en una linda taza pintada con colibríes y gulupas, coronado con un jugoso tomate rediseñado en tulipán. Todo revuelto: maíz, papa criolla y pastusa, longaniza, chicharrón. Etc. Como el discurso de un borracho en plan lírico. O su vómito.
El chef vino a preguntarme por qué no había tocado su plato estrella. Y le dije lo que pensé: hermano, creo que te pasaste de creativo. Todos los elementos estaban bien, pero te falta orden y discriminación. Ferran Adriá, el español en busca del alma de la lenteja, teólogo de la zanahoria, gelatinizador de huevos en nitrógeno licuado, es otra cosa. Un amigo mío estuvo en su casa, le pregunté cómo le había parecido, y no me supo explicar. Todos tenemos derecho a comer lo que queramos. O lo que podamos. Yo disfruto la carne a la tártara, la leche de soya, los frisoles y las putanescas. Pero no todo tiene que ser cuántico.
Quiero que me permitan la última libertad que va quedando de elegir en un plato entre un inocente gordo de Angus con su aroma característico a cadaverina o una papa con un intenso sabor a tierra, caliente como el diablo. Y me fui a buscar a Juantxu, el vasco de mi vecindario que aún imparte las fórmulas españolas de siempre sin fusiones surrealistas ni las restricciones de la cocina tecnoemocional.
fuente: El Tiempo
http://www.eltiempo.com/opinion/columnistas/eduardoescobar/la-cocina-emocional_8900317-4
21 febrero 2011
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